miércoles, 17 de agosto de 2011

Aquí se respira lucha, última parte.

Con secundario completo o no los jóvenes de allí tienen muchos conocimientos. Sin duda sus saberes se adaptan a sus necesidades. Di cuenta de esto al verlo a Mauricio, niño de 8 años, sentado en el techo observando el cielo para determinar si se largaría a llover o no. Ya que en caso de que la tormenta comience debía cubrir el techo con bolsas de nylon para que el agua no ingrese dentro de su hogar y arruine sus pertenencias, como ya había ocurrido meses atrás.
También tienen claras tareas como desplumar y carnear animales, construir gallineros y recoger cualquier verdura que la tierra deje. De todos modos no se alejan aquí tampoco de su interés en el fútbol. El césped de la canchita de la colonia se encuentra muy buen cuidado a pesar de que sufre constantemente los apasionados pisotones de niños y adultos que comparten el juego sin distinción.
Es invierno, pero el frío no se siente de día, por el contrario el calor se refleja en los torsos desnudos de los hombres. Por la noche refresca, pero sin tanta intensidad. Nuestras carpas instaladas en el patio de la casa persisten permanentemente las arremetidas del viento.
Mi guitarra me mira de reojo cuando comienzo a caminar y no la llevo. Es por eso que me acompaña casi tan indispensablemente como el “OFF” y la ropa que siempre hay que llevar puesta. De todos modos en ninguna ocasión me arrepentiré de haberla llevado. Me hará vivir momentos musicales sublimes junto a un gran grupo de personas que supo apreciar cada acorde que desprendió de mi instrumento y cada canto que salió de mi boca. Tres y hasta cuatro horas era poco algunas veces, no había repertorio que baste: Rock, chacarera, carnavalito, baladas y blues. Todos los estilos fueron abarcados.
No hay nada más bello para un músico que ver a la gente disfrutar de su arte. Y en este viaje me tocó además compartir mis acordes con un grupo de porteños y porteñas que bajo las órdenes de una niña formoseña armaron coreografías para todos y cada uno de los ritmos. Lo particular de la situación fue como la niñita de apenas 8 años comandaba los bailes con total conocimiento de todos los pasos, explicándolos uno por uno y dirigiendo al resto de los bailarines como si fuera la directora de una orquesta.
La rutina de la ciudad desaparece por completo aquí. Todo es distinto a lo que haces en tu hogar. Desde que te levantás y desayunás un pomelo que sacás de la planta que tenés enfrente tuyo, hasta descansar en una bolsa de dormir en lugar de tu habitual colchón. En vez de prender la tele, jugás a las cartas. No abrís la canilla de la ducha, te mojas con el agua que contiene una palangana. No apagás la luz antes de irte a dormir, desactivas la linterna del celular.
Entonces es imposible no plantearse en algún momento del viaje la profunda desigualdad que aún existe entre un niño nacido en un barrio bien de Buenos Aires y uno que crece en un pueblito de Formosa. Lo injusto de la vida que no da oportunidades por igual a todas las personas. Que a veces no provee los mínimos derechos que debería tener cualquier persona al nacer.
Por las tardes, entre mate y mate el silencio predomina. Los formoseños son callados y a veces uno se siente gustoso de compartir ese momento. De bajar las revoluciones para pronunciar solo las palabras mejores que el silencio. Aquí conocen mejor que en cualquier lado ese concepto, aún sin haber leído al gran maestro Eduardo Galeano.
Ambrosia prepara el almuerzo mientras cuida de su hija. Su marido la llama por teléfono y le dice que está ansioso de verla y que ni bien pueda vuelve. Ella desea más que nada tenerlo a su lado, pero la situación económica de su hogar los obliga a vivir así.
 Preparo la mesa y me detengo a pensar que hace 5 días que no leo diarios, no miro televisión ni escucho radio. Sin embargo siento que nunca en mi vida estuve más empapado de realidad. Mientras en Buenos Aires las banalidades ocupaban un dominante espacio en los medios de comunicación, yo estaba allá comiendo con Ambrosia y sus hijos. Compartiendo momentos con ellos, tocando canciones que escuchan atentamente, viendo como trabajan, como luchan, como se organizan. Conociendo esa otra realidad que nadie te muestra.  
Desarmamos las carpas y  preparamos las mochilas para emprender el regreso a casa. Siento un vacío enorme. Doy cuenta de la desazón general. Sacamos algunas fotos todos juntos antes de partir para materializar el momento.
 Ambrosia con los ojos brillosos al borde de dejar escapar una lágrima, nos pide que volvamos y repite una y otra vez que esa es nuestra casa y que siempre vamos a tener un lugar allí. Nuestra presencia fue importante para ellos, el sentimiento es recíproco. Será imposible borrar de mi memoria ese rostro emocionado. El rostro de una heroína sin capa ni espada pero que todos los días se levanta con más fuerza para luchar por todos los suyos.

2 comentarios:

  1. Me encanta que nos ayudes a imaginar ese baile en la tierra en la que la energia fluye uniendo a todos gracias al amor de esa niña que cuentas. Gracias por compartir tus experiencias.

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  2. llegueee, mejor tarde q nunca, no??:D

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